En 1995, la Declaración de Barcelona estableció objetivos políticos para convertir la cuenca mediterránea en un espacio común de paz, estabilidad y prosperidad, fortaleciendo el diálogo político y de seguridad, así como la cooperación económica, social y cultural. Con tres ejes principales: paz, prosperidad económica y acercamiento sociocultural.
Fruto de ese acuerdo, en 2008 se creó la Unión por el Mediterráneo con sede en Barcelona y gobernada por representantes de ambas orillas. Con 43 países miembros, tiene como finalidad la estabilidad e integración en toda la región. Desde su creación, ha impulsado numerosos proyectos, desde redes ferroviarias en Jordania, parques eólicos en Tafila, plantas desalinizadoras en la Franja de Gaza, hasta iniciativas para limpiar el Mediterráneo de plásticos, entre otros.
Aquella iniciativa política, sin duda, tuvo todo el sentido y la visión que sus creadores tuvieron en los años noventa, fue acertada y posible en aquel momento. Era un reconocimiento a una necesidad, la de afrontar los desafíos de la región de forma coordinada entre los Estados de ambas orillas del Mediterráneo y un ejemplo de gobernanza multinivel que ha funcionado. Sin embargo, la utilidad y eficiencia de la institución y el logro de los objetivos fijados requieren la coordinación y voluntad política de cada uno de los Estados y, por lo tanto, las dificultades para consolidar el proyecto son enormes.
El conflicto entre Israel y Palestina, en una nueva fase desde el 7 de octubre de 2023, ha puesto a Gaza y el Mediterráneo en el foco mundial. Las organizaciones internacionales y todos los mecanismos diplomáticos activados, incluida la Unión por el Mediterráneo, han sido sometidos nuevamente a una difícil prueba que no han superado.
El fracaso de la gestión internacional, evidente en el número de víctimas civiles y especialmente infantiles, la escalada de la violencia, la imposibilidad de alcanzar un alto el fuego, ponen de nuevo de manifiesto la necesidad de mejorar los sistemas de funcionamiento de estas instituciones y, especialmente, evitar las posibilidades de bloquear acciones conjuntas solo por la voluntad de un solo Estado. Es un buen momento para centrarse también en la toma de decisiones, para que estas se adopten por mayoría y no por unanimidad. Porque si realmente consideramos necesarias las instituciones internacionales para afrontar los desafíos globales, una buena solución podría ser extender la cesión de competencias estatales a órganos supranacionales, como en el caso de la UE. Cedendo soberanía y procediendo a la firma de los instrumentos de derecho público internacional como son los tratados, con las correspondientes garantías constitucionales en cada Estado.
Estamos en un estado de shock, digámoslo claro. Las atrocidades que se están perpetrando en la Franja nos provocan tristeza, impotencia y sufrimiento, agravados por la retransmisión televisiva y en directo a toda hora de una tragedia, mientras vemos que las instituciones no actúan. El poder de la comunicación y difusión de las redes sociales es indiscutible y las imágenes están llegando hasta el último rincón del mundo. Estamos asistiendo a un abuso de la fuerza militar sin comparación con otras situaciones contemporáneas, algo que no habíamos visto en directo hasta ahora.
El Alto Representante de la Unión Europea para la política exterior y de seguridad común, Josep Borrell, es una voz crítica con lo que está ocurriendo y ha denunciado la situación, pero se necesitan más acciones. Un país muy alejado geográficamente del conflicto, Sudáfrica, ha tomado partido e iniciado un procedimiento ante la Corte Internacional de Justicia por genocidio. O el propio presidente del gobierno español defiende el reconocimiento del Estado palestino. Y, además del imprescindible papel de la UNRWA, son organizaciones privadas como Open Arms o la World Central Kitchen las que están dando un poco de esperanza a la población en Gaza.
No queremos seguir siendo espectadores de atrocidades, queremos la paz y que los organismos internacionales que hemos creado velen por los derechos fundamentales de los ciudadanos, del Mediterráneo y de cualquier otra parte del mundo.
Per Max Vives-Fierro, advocat i patró de la Fundació