En un mundo cada vez más marcado por la competencia entre grandes potencias como Estados Unidos, China o los BRICS, la Unión Europea ya no tiene tiempo para seguir dudando sobre qué camino tomar.
El nuevo contexto multipolar, alterado ahora por políticas imprevisibles como las que inaugura la era Trump II y la emergencia de los nuevos “señores de la información” (o de la desinformación), subraya la importancia, si no la necesidad, de una Europa unida. Una Europa capaz de defender sus intereses y valores en un escenario internacional cada vez más fragmentado y hostil, para garantizar la prosperidad, la libertad y la paz a su ciudadanía. La sostenibilidad del bienestar actual, a pesar de las desigualdades aún existentes, depende en gran medida de ello.
El nuevo contexto global es multipolar, y nadie se detendrá a esperar que la vieja Europa decida su futuro. El escenario exige que la UE se posicione con mayor coherencia y asertividad para no quedar atrapada entre lo que fue y lo que no le permiten ser, y para mantener su rol como un actor relevante e independiente.
Proyectos como la Unión del Mercado de Capitales y la Unión de Inversiones y Ahorros, impulsados por los Informes Letta y Draghi para maximizar el potencial del mercado europeo, ejemplifican cómo Europa busca reforzar su competitividad y autonomía. Estas iniciativas, junto con la apuesta por la reindustrialización basada en el concepto de autonomía estratégica, ponen de manifiesto el esfuerzo por convertir la escala continental en un motor económico y geopolítico. Además, la UE sigue destacando en ámbitos como el comercio o la lucha contra el cambio climático, manteniéndose como un referente de cooperación multilateral y defensora de los derechos humanos, ofreciendo una alternativa a las políticas unilaterales, y más aún, autoritarias, de otras potencias.
Sin embargo, esta visión optimista de la UE como fuerza estabilizadora y protagonista en el nuevo orden internacional no está exenta de riesgos. Las posiciones que cuestionan los fundamentos de la integración europea y ambicionan reducir su capacidad no son una amenaza, sino una realidad. Lo hemos visto recientemente con la presencia de Giorgia Meloni celebrando la toma de posesión del presidente estadounidense en Washington.
Los gobiernos que priorizan sus agendas estatales sobre el proyecto común europeo ya trabajan de forma coordinada. Pretenden, y pueden, bloquear iniciativas clave, minando la capacidad de la UE para actuar con coherencia y fuerza en el escenario global. Además, cuentan con el apoyo descarado de la nueva administración americana y el apoyo, aún disimulado, del gobierno ruso.
Estas actitudes nacionalistas no solo amenazan la unidad interna, sino que también ofrecen a los rivales geopolíticos una oportunidad para debilitar a Europa desde dentro. Si la solidaridad y la cooperación entre los Estados miembros se fragmentan, la Europa unida podría quedar relegada a una simple asociación de intereses comerciales, perdiendo su influencia en los grandes debates globales y la capacidad de dar respuesta a las demandas de la ciudadanía europea.
Ante la alternativa de la pulsión nacionalista, la estrategia debe ser una Unión aún más fuerte, no solo desde el punto de vista económico, sino también social y democrático. La UE no puede limitarse a ser un mercado único, debe convertirse en una comunidad donde los avances económicos y tecnológicos se compartan de manera equitativa entre la ciudadanía, haciendo suya la máxima de no dejar a nadie atrás.
Esto implica no solo reforzar el aspecto económico, industrial o financiero de la Unión, sino también y a la vez, fortalecer las políticas sociales comunes: una mayor protección laboral, una lucha efectiva contra las desigualdades y la inversión en servicios públicos de calidad. También exige una democratización más profunda de las instituciones europeas, garantizando que actores como las ciudades y los entes locales tomen mayor protagonismo, y que las voces de la ciudadanía tengan más impacto en las decisiones que afectan al conjunto del continente.